Ni un solo roto de tierra para abrir un hueco y encontrar una lombriz, se pudo hallar en la casa. Al parecer, el ingeniero de bigote –todavía está por ser identificado- se había encargado con sus propias manos de construir, pañetar y pintar cada uno de los muros y pisos de esa casa antigua y húmeda.
Desconfiado y pálido, había cerrado las pocas ventanas de madera y había preferido entretenerse con su rostro en el espejo de la cómoda, antes que mirar el atardecer o las ardillas rojas jugando con los cocos.
Dicen algunos vecinos que de tanto mirarse a sí mismo en esa “cómoda endemoniada” - así dicen-, fue que se le ocurrió la idea…, esa idea que ningún otro ingeniero de bigote había tenido alguna vez, la brillante idea de pañetar también el manglar y la costa y las rocas milenarias, mejor dicho, pañetarlo todo, ¡carajo!
“¡Esta tarde comienzo!”, alguien le escuchó gritar amenazante desde la playa. Pero no alcanzó a dar un paso en la espesura cuando ya se dirigía por los materiales, porque uno de esos cocos verdes, llenos de agua, le dio por caerse justo sobre su cabeza.
Dicen los habitantes de la zona que las primeras en encontrar el cadáver fueron las ardillas. “Sí, señor periodista…, las ardillas lo encontraron con los ojos abiertos y el bigote lleno de arena”.
Todavía está por aclararse el caso…
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