Los distintos usos de la tierra, entre ellos, el adelanto de proyectos turísticos de gran nivel en área del Parque Tayrona, refleja unos de los asuntos más problemáticos en los temas ambientales: El control social y político del territorio por el paisaje y la biodiversidad. Aquí hay que tener en cuenta que, si hablamos de lo ambiental, no solo hablamos de la conservación de la naturaleza, sino que hablamos en este caso, de conflictos históricos por la tierra y la influencia del conflicto armado y el narcotráfico.
El caso Tayrona pone de nuevo sobre la mesa ese falso dilema entre “conservación” y “desarrollo”. Digo falso porque, ¿acaso conservar el entorno y la biodiversidad no conlleva al mejoramiento social, político y económico de una región o de un país? ¿No deberían hacer parte de un mismo proceso? Sin desestimar la efectividad que tienen las áreas protegidas como estrategia de conservación, en ellas muchas veces se establecen límites de lo que se desea conservar o no, algo que atiende a una lógica básica de control social y político. Tampoco es un secreto que el área que hoy constituye el Parque Tayrona, se encuentra llena de propietarios de todo tipo y de conflictos sociales que confrontan nociones como “bien público”, “santuario”, etc., algo que personalmente, también he podido constatar. ¿Entonces que se busca defender o conservar?
Quizá nuestra actual preocupación por El Tayrona se deba a que es un espacio más cercano y familiar a nosotros, lo que hace que otros paisajes, lugares y gentes de nuestro país, queden a la sombra de nuestras preocupaciones. Al respecto, coincido con las palabras de Tatiana Acevedo en su columna del diario El Espectador el día 26 de octubre de 2011:
“Posiblemente nos duele el Tayrona porque lo encontramos más bonito que el Guaviare. Quizás éste es un episodio de indignación aislado y no nos interesan, particularmente, ni el bienestar de las poblaciones indígenas, ni la biodiversidad”.
En ese sentido, cargar de esencialismos los debates sobre conflictos ambientales (como por ejemplo: naturaleza prístina, el indígena como buen salvaje, el paisaje como algo armónico y estático, etc.), puede ser algo contraproducente y ayuda a desviar cuestiones centrales en nuestros reclamos como ciudadanos, como el modelo de desarrollo que ha prevalecido en el país a espaldas de su compleja geografía e historia ambiental. Obvio, eso no excusa la manera tan burda y descarada con que algunas élites del poder local, nacional e internacional, imponen una mezquina visión de desarrollo turístico.
La sociedad establece relaciones de poder en torno al ambiente, en donde éste último es un actor dinámico en dichas relaciones, lo que se conoce como una ecología política. Pero en ese proceso socio-ecológico, entran distintas miradas y visiones de varios “actores sociales”, en torno a un mismo objeto: El Tayrona. Como siempre, todo se trata de cómo se lleva a cabo esa interacción entre la sociedad y el entorno, sin que ello resulte en consecuencias desafortunadas como la negación al derecho a vivir en un territorio sano, productivo y sostenible.
En ese sentido, lo realmente valioso de todo ese movimiento social llamado “Tayrona Libre”, es que más allá de pensar en que ese lugar sea defendido como un “santuario”, es que esta coyuntura represente una nueva oportunidad para abrir un debate serio sobre temas de ambiente y desarrollo al interior de la sociedad colombiana.
Conservar, adaptarnos y disfrutar del ambiente va más allá de cuidar los parques nacionales y áreas protegidas. Todos los territorios (incluyendo las ciudades en donde muchos vivimos) pueden ser sostenibles, bajo el principio de la adaptación y del respeto de la otredad. El Tayrona puede ser nuevamente un símbolo (como ya lo fue durante la década de 1970 y que dio pie a lo que hoy es el Sistema Nacional de Áreas Protegidas) para pensar en nuevas geografías de la conservación y del respeto a la vida.
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